España de campo frío
diciembre 22, 2013 § Deja un comentario
Rafael García Serrano, que amén de un gran escritor –Eugenio es lo mejor de la Guerra- era un bestia, sentenció al final de La gran esperanza que cuando un pueblo deja de ser joven de corazón, no se limita a morir: hace el ridículo. Esa es la sensación que tenemos hoy muchos en este corral ibérico, vulgo España. La cosa ya empezó a verse mal cuando una de las mejores cabezas de su tiempo, Unamuno, cometió el craso error, por mimetizarse con la muchedumbre que lo rodeaba, de tirarse a pecho descubierto por el despeñadero del «que inventen ellos».
Que inventen ellos que nosotros estamos para otra cosa. Para estar de fiesta hasta la siete de la mañana, para lo lúbrico y para lo lúdico, para palmear y hacer paellas. Eso es lo que transmite, para oprobio de la España decente, el anuncio de Campofrío. El anuncio de la mortadela parece de factura extranjera, hecho con el único propósito de hundirnos un poco más en el barrizal de esa idea demoníaca del patrioterismo más miserable. Ese que con tanto acierto describe Julio Anguita cada vez que puede, comparándolo con el patriotismo; reconozcamos los méritos intelectuales del Califa Rojo, aunque sean escasos.
Lo extraño no es que haya anuncios de baja estofa e ideas degeneradas, sino que se presten a colaborar con la contaminación los personajes más carismáticos para el pueblo, los cómicos. Pero qué se puede esperar de una muchedumbre que se parte la caja con el Chiquito y las dos gemelas rubias. No se puede esperar nada. Si acaso, ese anuncio, esa masturbación: nos va mal, pero en realidad somos la leche porque nuestra vagueza la hermoseamos con carcajadas y pachangas. La mentalidad idiota del «más se perdió en Cuba y volvieron cantando». Se puede ser optimista y se puede ser un cafre que encubre los constante fracasos derivados de la propia incompetencia y falta de dedicación con humoradas y verbenas.
Un fantasma recorre España: el del conformismo. Da la sensación de que España se ha quedado dormida en el sillón de su sala de estar, con la tele encendida y la estufa puesta. Como ya había conseguido lo que quería, o al menos habia cambiado algo con eso de los comicios y la Constitución, se olvidaron de que la revolución siempre está pendiente, que la libertad no es un estado absoluto que se alcanza y en el que se puede retozar alegremente. No hace falta leer a Aristóteles, ni siquiera a Trotsky, para saberlo. Pero, repito, qué se puede esperar de una muchedumbre que, por huir de la meritocracia y del trabajo, no la quiere ni en el régimen laboral ni en la casta política. La primera misión de una futura reforma educativa debe pasar de manera ineludible por explicar bien el pasaje bíblico de la maldición del sudor en la frente.
Es lamentable ver un anuncio como el de Campofrío y darte cuenta del catetismo que hay. No hay que caer en el desagradable extremo de Sabina, el de los puag y los pedos, para saber que a esta España hay que pegarle dos guantazos en la cara para que espabile, para que se dé cuenta de en la que está metida y mire alrededor. El carácter español no es cocinar para tres y que coman quince, ni el sentido del humor soez, ni estar más en un bar que en el trabajo. El carácter español, el que yo conozco y del que me siento orgulloso, es romperse la espalda desde las siete de la mañana, es sacar adelante una familia sin tiempo y sin dinero, es que te toque la moral cruzarte a primera hora con europeos que vienen aquí a emborracharse porque es la única imagen que les hemos ofrecido, es romperte los cuernos para montar una empresa de primera categoría con la que dar trabajo y estrellarte una y otra vez con la burocracia y con la envidia.
Lo llamativo de estos parásitos es que acaban siendo los más nacionalistas. Dejó dicho Ángel Ganivet en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid que «lo primero en el hombre es la dignidad; si no se puede vivir dignamente en este pueblo, váyase a otro, y luego a otro si es preciso; y si no encuentran en ningún pueblo trabajo y respeto, que es a lo menos a que tiene derecho el hombre, les queda aún el recurso de emigrar a otros países». Esta cita, que no está incluida en la famosa (y vergonzosa) antología que de su obra hizo mi tio abuelo Luis Rosales -a pesar de hacer la antología nunca se leyó la novela…-, es exactamente la idea contraria a la que se extrae del anuncio de mortadela.
Hay algo muy nazi (disculpen mi argumentum ad nazium, pero me contagio del humor de Campofrío) en regodearse en la indignidad de vivir en un lugar determinado y argüir que, para colmo, eso es mejor que tener que ir a otro sitio. Si fuera así, si la muchedumbre se creyera ese absurdo planteamiento, España se convertirá en un campo yermo, frío e inhóspito para las próximas generaciones. España necesita un Ortega y Gasset que le pare los pies a estos pesimista encubiertos, a estos réprobos aplaudidores del pan y toros. Por fortuna, los malos nunca ganan del todo. Aunque lo parezca.
Nietzsche. Aproximación al amor
marzo 21, 2008 § 3 comentarios
El amor…se ha escrito sobre él más que de cualquier otro sentimiento, y casi siempre desde el punto de vista de lo románticamente ridículo y decadente. Hay poemas, novelas, películas, canciones, obras de teatro, danzas, refranes, ritos,… Toda una colección de adornos para algo que ha sido muy pocas veces pensado como tal, en sí mismo, calibrando su capacidad y potenciales.
Nietzsche…un filósofo heterodoxo que se enfrentó a todo lo anterior, que renegaba de la herencia platónica, que deconstruyó el Cristianismo desde su misma base, que recogió el pensamiento más inverosímil y antiguo que había sobre la tierra; un filósofo, en fin, que quiso dudar de todo -y lo hizo de verdad- para rehacer con una dialéctica aplastante el sentido del Ser. Trata el amor como fuerza del hombre y no como mero estado físico o psicológico. A pesar de llevar más de un siglo a la sombra de un ciprés mantiene plena vigencia en esta era decadente y apadrina a los jóvenes filósofos que, como él, no comulgan con la idiotez.
«Lo que se hace por amor siempre acontece más allá del bien y del mal», sentencia en 1886. Pero, ¿qué deja ver con esta afirmación?
En primer lugar, hay aclarar qué debemos entender por amor cuando leemos a Nietzsche. «”Amor” es el sentimiento de la propiedad o de aquello que nosotros queremos convenir en propiedad nuestra». Es una voluntad de poder, frente al sentimiento de carencia que puedan darle algunos. No es un movimiento hacia lo que falta, hacia lo que no somos o hacia lo que se nos ha cercenado, sino un deseo de poseer completamente y, además, en exclusividad. Está basado en un hecho positivo -voluntad, tenencia-, no negativo -nostalgia, lamento, deseo de lo imposible-.
Vemos, por tanto, la clara distinción entre el amor como voluntad y el amor como pasión, siendo este último una patología psicológica. Lejos del estoicismo, él mantiene que el hombre es antes voluntad de ser que instinto de supervivencia, que es antes un ser pensante que pasional.
Amar es dominar, o el deseo de dominar si aun no se ha hecho. Deja atrás también el concepto platónico de la falta de algo y consiguiente aspiración a ello -o la mera contemplación- para hablar de amor como fuerza creadora y potencia humana independiente, porque dominar conlleva transformar algo en otra cosa. En este caso, adaptándolo a uno mismo, a lo que uno desea. La voluntad de poder solo puede venir acompañada de manejabilidad y amoldamiento a quien posee, y así el amor es poseer a la otra persona de forma que su aportación a la relación sea exactamente lo que el otro necesita.
Como toda acción de poseer, amar causa hastío. Cansa, en la medida en que ya se posee lo que antes se deseaba poseer. La voluntad de poder ha sido sustituida por un poseer…
«Poco a poco nos sentimos hartos de lo viejo, de lo que poseemos con seguridad, y tendemos las manos nuevamente. Aún el más bello paisaje no puede mantener ya con garantía nuestro amor por él, después de haber vivido allí tres meses, y nuestro deseo se ve atraído por alguna costa lejana» (La gaya ciencia).
Esto, para nuestro autor, es positivo, porque engendra, además del hastío, una nueva voluntad de poder, un querer poseer nuevo que nos fortalece.
En cuanto a la idea de la intemporalidad del amor, incluso de su eternidad, hay que hacer algunas puntualizaciones.
Para Nietzsche, el amor es resultado de azar. Comienza y termina porque sí, sin determinismos ni destinos. Lo que lo mantiene vivo, amén de ese querer dominar y amoldar, son el desconocimiento mutuo y el infantil juego de mantenerlo alejado de la vida cotidiana. Es decir, la innovación es el alimento del amor. Es un recomenzar diario por el que nunca se puede caer en el cansancio. La rutina mata al amor.
Aún así, hay dos excepciones. La primera es la del «suprahombre», al que hay que amar y anhelar por cuestiones que no vienen aquí al caso. Y la segunda es la de la amistad. «Si tú tienes, sin embargo, un amigo que sufre, sé para su sufrimiento un lugar de descanso, mas, por así decirlo, un lecho duro, un lecho de campaña: así es como más útil le serás», dice en Así habló Zaratustra, libro en el que también nos aconseja: «el hombre del conocimiento no solo tiene que saber amar a sus enemigos, tiene también que saber odiar a sus amigos». Algo ciertamente inquietante, pero que no deja dudas: amar a los amigos está bien, pero esto no debe perdernos, porque toda persona es susceptible de decepcionar («lo que me entristece no es que me hayas mentido, sino que ya nunca más podré confiar en ti»). Amar al amigo no quita ser crítico con él, así como odiar al enemigo no quita saber reconocer sus virtudes. Ni bien ni mal absolutos, cada persona es en sí misma (o debería ser) un nuevo orden de valores y siempre se puede (o siempre se debería poder) aprender de ella.
Como se ve, se ama lo cercano, lo que efectivamente va a permitir ser dominado. Sin embargo, el «amor al prójimo», al desconocido, la filantropía, es una demostración de decadencia: «vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos». He aquí un párrafo de Ecce Homo:
«Mis experiencias me dan derecho a desconfiar en general de los llamados impulsos “desinteresados”, de todo el “amor al prójimo”, siempre dispuesto a dar consejos y a intervenir. Los considero en sí como debilidad, como caso particular de incapacidad para resistir a los estímulos, -sólo entre los decadentes se califica de virtud a la compasión».
Para él, por tanto, el más dañoso de los vicios, como aventuró ya en El Anticristo, es la compasión para con los débiles, es decir, el Cristianismo. Ante todo, porque imposibilita la evolución natural, la selección. Los compasivos se confunden con la plebe; sus hábitos provocan malos modales, hacen perder el pudor,…
Todo esto imposibilita la voluntad de poder, y no es amor. Este, en cambio, existe en tanto que existe el amor a uno mismo. «Ámate a ti mismo y así te amarán los demás», porque el amor como voluntad de poder provoca sed de suprahombre y eso es elevar el espíritu («vosotros miráis hacia arriba cuando buscáis elevación, yo miro hacia abajo, porque estoy elevado»).
Para terminar, vemos el matiz que el amor experimenta según quién lo sienta. La mujer lo transforma en su creencia, por lo que la fidelidad queda incluida en ella. Quiere ser poseída y, por tanto, «alguien que tome, que no se entregue a sí mismo ni se abandone». El hombre, en cambio, está hecho para tener y es lo opuesto a la mujer. «El hombre que ama como mujer se convierte en esclavo», porque no está hecho para la exclusiva dedicación. Bien puede darse la situación contraria, que cada uno asuma al rol contrario, pero «si ambos renunciaran a sí mismos por amor, entonces surgiría de allí – pues bien, yo no sé qué cosa, ¿tal vez un espacio vacío?».
P. S.: me encuentro en una antigua revista (Voluntad, nº1, de 1930) un fragmento que bien encaja con lo aquí dicho:
«De tal suerte coincidieron aquí las más altas especulaciones filosóficas y el práctico sentido de la raza, que, en términos castizos y vulgares, son sinónimos la voluntad y el afecto, el querer y el amar. Para el pueblo español, teólogo hasta la médula de sus huesos, voluntad quiere decir juntamente inclinación y movimiento, potencia y acto, deseo y obra, apetito y gozo, albedrío y complacencia, operación y virtud, asimilando por instinto, cuando no por reflexión, el querer y el hacer, la actividad y el sentimiento, conforme al refrán castellano: obras son amores, y no buenas razones, y de acuerdo también con la más sana filosofía, que pone el amor en los dominios de la voluntad.»
Con qué razón escribía Ángel Ganivet «sobre la sabiduría y la madurez del pueblo que, aun ignorante, es más sabio que el docto». Y es que en las mismas palabras, a través de su origen etimológico y del significado que han adquirido a lo largo de los siglos, queda recogido todo el saber filosófico de quien las forma. Es decir, del pueblo llano.
Va por ellos.